«Una alegoría feroz, una parábola de los ritos de la imaginación» (Elizabeth Young, New Statesman). lan Wharton es un brillante ejecutivo inglés de treinta y pocos años y su idea de la diversión es tan escalofriante que no puede contársela a nadie. Evidentemente, un hombre de placeres tan depravados no es un ciudadano convencional, aunque haya luchado alguna vez por conquistar una ansiada normalidad y tenga una joven y preñada esposa que lo ama con un amor tan tópico y tan cursi como deben ser los amores de las personas corrientes. Cuando lan no era más que un niño solitario y desdichado, vendió su alma al diablo, a un gordo y calvo demonio encarnado en el excéntrico señor Broadhurst, «un mago de lo cotidiano, un brahmán de lo trivial», que lo inició en los misterios de lo oculto. Pero el aprendizaje que aquel Mefistófeles ominoso y ridículo propuso al jovencito, y que le permitiría años más tarde medrar en el salvaje capitalismo de la Inglaterra posthatcheriana, no fue de las artes de la magia, sino de la inadaptación, el crimen, la psicopatía...