Si sus célebres perros hubieran respondido a su llamada, la reina no habrÃa descubierto el vehÃculo de la biblioteca móvil del ayuntamiento aparcado junto a las puertas de las cocinas del palacio, en el lugar menos regio de los jardines. Y no habrÃa conocido a Norman, el joven y pelirrojo pinche de cocina que estaba leyendo un libro de Cecil Beaton e iba a constituirse en su peculiar asesor literario. Pero ya que estaba allÃ, la reina decide llevarse un libro. ¿Y qué puede interesar a alguien cuyo único oficio es mostrarse interesada? Porque una reina nunca debe ser interesante, ni tener otros intereses que los de sus súbditos. Y jamás habla de sus gustos, sólo pregunta por los de ellos.Isabel II de Inglaterra descubre en los estantes de la biblioteca el nombre de una escritora que conoce, lvy Compton-Burnett. Tiempo atrás le habÃa concedido un tÃtulo nobiliario menor, y recordaba su tan singular peinado. Y de Compton-Burnett a Proust, que leerá en una de sus estancias en Balmoral, y de Proust a Genet, cuya sola mención hará temblar al presidente de Francia, sólo median algunos libros. AsÃ, azarosamente, ella, que hasta entonces sólo habÃa sido una reina, una pura entelequia, un lugar vacÃo ocupado por una fuerte idea del «deber», descubrirá el vértigo de la lectura, del ser, del placer.Alan Bennett, que desde 1960 se pasea de la televisión al teatro, del cine a los libros, de la alta a la baja cultura, continúa, para deleite de sus lectores, saltándose todos los lÃmites con esta miniatura exquisita, mordiente y divertida.