En un bosque lleno de robles y castaños, además de las diferentes especies de fauna y flora, aprendí que una de las mejores cosas que podía hacer era andar. Me sentía una druidesa que volvía a su casa por las mañanas, incluso el bosque me daba los buenos días y me sonreía. Me concentraba, respiraba aire puro, percibía una energía que me recargaba, captaba aromas, colores, los sonidos del silencio, la luz. Dicen que el deseo de luz produce luz. Yo ponía toda mi atención en mis paseos, me sumergía en el bosque… La enfermedad me transformo en una niña, desprotegida, que echaba de menos uno amigo con el que hablar, sobre todo por las noches. Y en medio de la desolación comencé a escribir mis notas, relatos breves, cuentos… ¡Me hacía tan bien el escribir. Me sentía como los exploradores del nuevo mundo, que perciben la fragilidad de la vida y tienen vértigo, porque no saben ni cuando, ni como, llegaran a pisar tierra firme.