Intubado y en fase terminal, el Atlético arrastraba su imagen por esos campos de Dios. Agobiado por la deuda de una gestión negligente, lastrado por una directiva ilegítima y condenado a simple comparsa y chiste fácil en la oficina, el equipo se asomaba al borde del precipicio. Envuelto su enésimo proyecto de autodestrucción, el club recurrió a una bala de plata: Simeone, que invirtió el curso de la historia, enterró el traje del Pupas y construyó una máquina de competir.