Santa Guerra Civil: así llamó el destacado fascista español Ernesto Giménez Caballero a la guerra del 36. La guerra justa y santa, la Cruzada fue, para él como para el régimen salido de los fuegos bélicos, un proceso de comunión, amalgama y coagulación entre religión y política, entre mártires religiosos y fascistas, que terminó de dar forma a la arquitectura ideológica, identitaria y política de un régimen donde los obispos alzaban el brazo en saludo romano y los falangistas hacían misas de campaña. Sobre sus gloriosas ruinas se erigiría un régimen que, sin embargo, con los años mutaría su relato en el de una Paz prolongada, garantizada por un salvador, vencedor en una guerra, un conflicto fratricida en el que, a la postre, se diría que todos fueron culpables. ¿Todos? No: en la actualidad con la recusación generalizada del relato de la culpabilidad colectiva, ni las víctimas del Genocidio franquista ni las del terror rojo son consideradas culpables de nada.